Las Naciones Unidas definen la violencia contra la mujer como «todo acto de violencia de género que resulte, o pueda tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada».
Según el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad “la violencia de género ha sido y sigue siendo una de las manifestaciones más claras de la desigualdad, subordinación y de las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres. Este tipo de violencia se basa y se ejerce por la diferencia subjetiva entre los sexos (…). La violencia de género es aquella que se ejerce sobre las mujeres por parte de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones de afectividad (parejas o ex-parejas). El objetivo del agresor es producir daño y conseguir el control sobre la mujer, por lo que se produce de manera continuada en el tiempo y sistemática en la forma (…)”.
La OMS (Organización Mundial de la Salud) explica que “las estimaciones más precisas sobre la prevalencia de la violencia de pareja y la violencia sexual son las obtenidas mediante encuestas poblacionales basadas en el testimonio de las supervivientes".
Según un análisis de los datos sobre la prevalencia de este problema en 161 países y zonas entre 2000 y 2018, realizado en 2018 por la OMS en nombre del Grupo de Trabajo Interinstitucional de las Naciones Unidas sobre la violencia contra la mujer, en todo el mundo "casi una de cada tres mujeres (un 30%) ha sufrido violencia física y/o sexual por su pareja o violencia sexual por alguien que no era su pareja o ambas” (OMS, 2018). Recordemos que en lo que llevamos de año, en España, al menos 25 mujeres han resultado muertas a manos de sus parejas o exparejas.
Todo lo antedicho nos remite a un panorama que excede lo sanitario, pues tiene implicaciones sociales, económicas y legales. Y, por supuesto, psicológicas. Por ello hablaremos, muy brevemente, de posibles abordajes terapéuticos.
Reflexiones finales
Convendría hacer un trabajo de prevención, educativo e institucional intentando permear en todas las capas sociales.
Una atención hacia los maltratadores con programas de trabajo oficiales y bien evaluados, con la finalidad de una reeducación y rehabilitación de los victimarios.
Las víctimas, en este tipo de problemáticas necesitan un tratamiento psicológico en un formato combinado de sesiones individualizadas y grupales con el objetivo de empoderarla y romper con la posible dependencia emocional, previo aprendizaje de detectar situaciones violentas que a veces se presentan de modo sutil.
En cuanto al abordaje terapéutico más específico lo primero es analizar, tanto en el caso del maltratador como de la víctima, el grado que tienen de conciencia de que la violencia existe/se produce. La negación por parte de uno o de otra significa un reto mayor (puesto que para tratar un problema primero hay que identificarlo como tal, como dijimos).
También las visiones distorsionadas merecen un capítulo aparte (por ejemplo, cuando un maltratador piensa que un puñetazo ocasional no es violencia sino una respuesta legítima a un estímulo adverso o cuando piensa que el insulto forma parte de la comunicación y no de la interacción violenta). En definitiva, evaluar el grado de conciencia es el primer paso que nos marcará el camino a seguir.
A modo de conclusión, una reflexión: no debemos justificar ningún tipo de violencia verbal ni física. La pareja y cualquier relación debería ser un espacio de apoyo, comprensión e incluso de libertad, no una prisión donde el miedo sea el elemento base. Y sobre esa premisa es donde tendríamos que plantear el inicio del proceso terapéutico. Los psicólogos podemos ayudarte. Si quieres saber más sobre la creciente preocupación por la violencia de género en España, puedes consultar nuestra guía.
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