Según datos de la Organización Mundial de la Salud, la enfermedad de Alzheimer es la principal causa de demencia a nivel mundial. En la actualidad, se estima que afecta a más de 55 millones de personas en el mundo y esta cifra aumentará de forma exponencial en las próximas décadas debido al envejecimiento progresivo de la población.
Los principales factores de riesgo para la enfermedad de Alzheimer incluyen la edad avanzada, que es el factor más importante, con un aumento progresivo de la incidencia y prevalencia al envejecer. El sexo femenino presenta mayor riesgo. Los factores genéticos, aunque raros, están relacionados con formas de inicio temprano. Los factores de riesgo cardiovascular como hipertensión, obesidad, sedentarismo, tabaquismo y diabetes también son relevantes. Otros factores incluyen antecedentes de traumatismos craneales, depresión en etapas tardías de la vida y bajo nivel educativo.
Una de las ideas más aceptadas sobre las causas de la enfermedad de Alzheimer es la “hipótesis de la cascada amiloide”. Esta teoría sugiere que el problema comienza cuando una proteína llamada beta-amiloide se acumula de forma anormal en el cerebro. Esta acumulación desencadena una serie de eventos en el cerebro, como cuando se tira la primera ficha de dominó y las demás van cayendo una tras otra. Uno de estos eventos es la formación de “ovillos neurofibrilares” dentro de las células cerebrales. Estos ovillos son como marañas de otra proteína que no debería estar ahí. Al final de este proceso, las neuronas empiezan a morir, lo que explica por qué las personas con Alzheimer tienen problemas de memoria y otras dificultades que empeoran con el tiempo.
La enfermedad de Alzheimer tiene varias fases que se desarrollan de manera progresiva:
El diagnóstico de la enfermedad de Alzheimer es fundamentalmente clínico, basado en la evaluación de los síntomas cognitivos y funcionales del paciente.
A ello, en los últimos años se han añadido una serie de biomarcadores que permiten detectar la enfermedad más temprano y con mayor precisión. Estos biomarcadores se pueden detectar utilizando técnicas de imagen como resonancia magnética cerebral o PET-TC y mediante análisis del líquido cefalorraquídeo realizando una punción lumbar.
El diagnóstico temprano de la enfermedad de Alzheimer es de vital importancia.
Los principales síntomas de alarma ante los que se debería consultar son:
Ante la presencia de uno o más de estos signos de forma persistente, es recomendable consultar lo antes posible con un médico especialista para una evaluación adecuada, ya que un diagnóstico temprano puede permitir un mejor manejo de la enfermedad.
El abordaje de la demencia debe ser integral (atendiendo a aspectos cognitivos-conductuales, funcionales o sociales), y continuado a lo largo del curso de la enfermedad.
Actualmente, los medicamentos aprobados para tratar la enfermedad de Alzheimer no pueden curar o detener la progresión de la enfermedad, pero pueden ayudar a aliviar algunos síntomas.
Hay dos tipos principales de medicamentos:
El objetivo de estos medicamentos es ayudar a las personas con Alzheimer a mantener su función cognitiva y calidad de vida durante el mayor tiempo posible, aunque no puedan detener el avance de la enfermedad a largo plazo.
Lecanemab y aducanumab son dos nuevos fármacos desarrollados para el tratamiento de la enfermedad de Alzheimer en sus etapas tempranas. Ambos son anticuerpos monoclonales diseñados para atacar y eliminar las placas de proteína beta-amiloide en el cerebro. Sin embargo, todavía no han sido aprobados para su uso en España. Ambos fármacos representan un cambio de paradigma en el tratamiento del Alzheimer, siendo los primeros en mostrar cierta eficacia en ralentizar la progresión de la enfermedad.
Las intervenciones no farmacológicas son imprescindibles para mejorar la calidad de vida de los pacientes y sus familias. Estas incluyen:
Apoyo psicológico y social. Enseñar a familiares y cuidadores sobre la enfermedad, cómo manejarla y cómo cuidar al paciente ayuda a reducir problemas de comportamiento, previene la depresión en los cuidadores y retrasa la necesidad de institucionalizar al paciente en residencias.
Ejercicio físico. Mejora las habilidades físicas y cognitivas del paciente, así como su comportamiento.
Musicoterapia y estimulación sensorial. Ayuda a calmar al paciente cuando está agitado o nervioso.
Terapias de estimulación cognitiva. Pueden mejorar el estado de ánimo del paciente cuando se usan junto con otros tratamientos.
Terapias psicológicas. Ayudan a cambiar pensamientos y conductas problemáticas, involucrando a la familia. Pueden mejorar síntomas como depresión, ansiedad y agitación.
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